4 de feb. de 2023

OPINIÓN

 VOLVER A LA ALDEA. DEUS A DEA


Ponte Velha (Arcos de Valdevez)
Foto: C.M.A. de V.

Manuel Vázquez de la Cruz

 Floreal me dijo que sabía que iba a volver y pronto, cuando me despidió en Ponte de Lima del autobús que me llevaba hasta Porto.

- Donde te espero, me dijo.

 Y los dos permanecimos en silencio. Él con una enorme y coñona sonrisa. Yo sabiendo lo que iba a hacer pero pensando en “si me dice no”, me llevo tal disgusto que no sé cómo voy a poder embarcarme en el navío de mis dos destinos.

 Uno mi trabajo en el barco y otro mi función de pintar, mi trabajo de espía de guerra en la guerra fría. Yo que odiaba las guerras, que había nacido en una aldea en que casi todos éramos iguales y teníamos los deberes diarios por puto destino, me vi envuelto en dos guerras calientes y horrendas y otra que llamaban fría.

- Mañana donde la otra vez al anochecer. ¿Habrá tormenta?

- Claro, aún quedan cinco días para que se cumpla el novenario.

 Va a resultar -pensé- que los marinos de agua dulce saben más que los del mar.

 Pero, por si no había quedado claro, le grité: ¡Floreal, mañana, eh!

 Y tuve suerte. El barco para limpiar fondos tenía que quedar cinco días en el puerto. Pero también, por desgracia, después debería ir a hacer lo mismo pero en la ruta japonesa.

 Hubiera desembarcado pero aquel barco era muy importante en mi último trabajo de espía y yo lo era ideológicamente por convicción, por lo mismo que había estado en dos guerras.

 La guerra fría del mundo tenía puntos calientes. Ya había empezado la de Corea y en Vietnam ya casi.

 En Porto, aquella noche, le comuniqué a mi compañero piloto portugués, que la misión que iba a hacer, durara lo que durara, sería la última. Me abrazó e intuyó algo porque me dijo: “Que pena no habérmelo dicho unos meses antes”. No lo volví a ver más.

 Aquella misma noche del novenario una persona me trajo en una furgoneta con café y piezas de cobre hasta Arcos de Valdevez, es mi pueblo del agradecimiento porque llegar a él fue durante un tiempo encontrar la salvación. Muchos pasamos por allí. Y, tengo que decirlo porque ninguno de los GNR de allí vendió a nadie. Quizás, Manolo, la pregunta seria por qué aquella población entera, o casi entera, acogió, dio cobijo y calló. Fueron muchos años de silencio.

 Y, otra pregunta, cómo es posible que todo haya quedado en el olvido incluido el agradecimiento. ¿Hay alguna ciudad o villa gallega que tenga una calle o rúa que se llame de Arcos de Valdevez?

 Allí estaba Floreal, sonriente y con cierta sonrisa de complicidad. Era muy simpático y me deseó que aquella noche cesara el novenario y empezara un milenario pero debió ver miedo en mi cara porque me dijo a continuación que pusiera la marcha de calma. “Devagarciño, compañeiro, devagarciño. Te está esperando y también va a tener mucho miedo, aunque es muy valiente”, me dijo.

 Otra vez llovía y relampagueaba. El granizo esperó a que ella abriera la puerta y alguna piedra me pegó duro cuando aún no había entrado de todo en la casa. “Bueno el hielo, al menos físico, queda fuera”, pensé.

 Y vi a Cheliño, a los ojos negros, a la cara morena, a la melena lisa y el cuerpo que veía precioso con un vestido rojo. La chiquilla de la pizarra era una preciosidad de mujer.

 Y yo no dije nada. Nos abrazamos y recordé a Floreal y el “devagarciño” y abracé con tal cuidado que creo que ni la toqué.

 Ella se sonrió.

 Y otra vez el caldo y pollo asado. Pan blanco y de maíz. Y de postre tarta de pan marinado en vino tinto, freído en manteca y almíbar por encima.

 El vino, servido en tazas blancas, era de uva de fresa tinta y de cosecha propia. Ya sé, Manolo, lo que pensarás pero incluso el vino es un líquido y sus circunstancias. A mí aquel, aquella noche, me pareció espléndido.

 Y hablamos mucho. Pero ni siquiera fui capaz de decirle que hermosos eran aquellos ojos o que maravilla su moreno…Tenía miedo y el devagarciño se me aparecía cada vez que quería decir algo “insinuante” por mínimo que fuera.

 Y ella sonreía.

 Y fueron pasando las horas hablando. Al final, sin dejar de sonreír, me dijo que mi habitación era la de hacía dos noches. Y para allá me fui pensando que yo era capaz de muchas cosas, como ser espía, piloto de combate, tirarme en paracaídas, dirigir un barco de bandera de conveniencia pero…, en estas, que eran las más importantes, era un puñetero (la verdad es que pensé puto) cobarde.

 Me eché en la cama sin saber qué hacer. Ir a su habitación o no ir. No fui. Me asomé a la ventana y me consolé viendo llover y como lo hacía. Ni en el trópico llueve con esta mala hostia. Me reí porque eso era lo que tenía yo en aquel momento.

 Después me di la vuelta y casi muero porque estaba ella allí y la vi. Pegada por dentro a la puerta de mi habitación y sonriendo con los labios y los ojos. Erguida con su vestido rojo y zapatos rojos de tacón alto. Dio dos o tres pasos hacia mí y paró. Segundos de sufrimiento pero…

- Tampoco hoy vas a pedirme que duerma contigo.

 Entonces salieron las palabras que me había repetido a solas una y otra vez, muy estudiadas hasta en el tono, que es lo único que sé si salió como lo había preparado.

 - Lo deseo tanto que quise hacerlo devagarciño con miedo a que me dijeras que no. No solo quiero pedirte eso. Que duermas conmigo es para mí mucho más importante que estés siempre a mi lado y que no me dejes nunca, que me acompañes día y noche en cuerpo o memoria mientras viva, que estemos juntos para siempre. Que a tu modo y al mío te cases conmigo.

 Solo entonces dejó de sonreír y cambió la sonrisa por enormes lagrimones. Y aún estaba más guapa. Fuera seguía el novenario, a un rayo siguió un trueno inmenso.

 Ella ni se asustó y con mucha retranca de nuestra tierra, que la tenía, aún con lágrimas en los ojos, me dijo: "Pues si te parece nos casamos como el señor abad y tu madre. Aprovechamos el trueno como testigo y ya somos marido y mujer”.

- Pues que así sea.

- Per saecula saeculorum.

 Y empezó nuestro milenario que duró muchos años. Supe aquella noche que solo el maldito perro de dientes verdes podría separarnos.

 Tuve que volver al barco pero antes le conté absolutamente todo, incluso lo que me estaba totalmente prohibido y había prometido por mi honor no decir jamás. No me arrepentí nunca de haberlo hecho, ni que mi honor se hubiera ido al carajo. Aquella confesión fue mucho más que mi anillo de compromiso, y precioso porque significó para siempre, que entre nosotros jamás habría secretos. Ni a partir de entonces “devagarciños”.

 Doliéndome en el alma salí a cumplir mi última misión en la zona marítima de Japón.

 Dos años de espera, mucha tristeza y cuando conseguía hablar con ella era un placer que duraba poco y parecía menos. Y costaba esfuerzo y era difícil de conseguir porque había que llamar a casa de María. María tenía que mandarle un aviso, a veces ir ella a decirle que la llamaría, si podía, tal día a una hora imprecisa que a veces salía bien y otras no. Cuando no, ella siempre decía: “No te preocupes vendí quesos gracias a venir a Vigo. Cuando vengas…tendrás lo más rico del mundo”.

 Pasó un tiempo, qué largo se me hizo, y me mandaron a Tampico. Fue allí, nada más llegar, cuando mi enlace me dijo que había dejado de ser espía y que mi nombre ruso ya no existía.

 Me dieron unos miles de dólares, un pasaporte mejicano con el nombre escogido por mi, absolutamente legal y dejé mi trabajo de años de espía y marinero. El que me hizo las entregas de todo me dio un abrazo de todos y me dijo: “Ya no podemos ni conocernos ni volver a vernos pero “nos sabemos”. La palabra me pareció muy buena y clara. “Nos sabemos” significó a partir de ese momento más que “nos conocemos”.

 Pensé una zona alejada del país donde hubiera aldeas pequeñas. Quise seguir mi vocación de siempre: ser agricultor y comer de lo que produjera y volver a sembrar maíz, patatas, frijoles, y vivir en cercanía con mi entorno en personas y paisaje. Quise ser yo y así se lo dije a ella y también pedí que fuera nuestra vida.

 Me dijo que lo solucionaríamos todo bien. La palabra solucionar me mosqueó un poco.

 El teléfono algunas veces juega con el que habla.

 Y en cuanto pude salí a mi tierra donde me esperaba Cheliño, la niña pequeñita que iba conmigo a la escuela de don Manuel, que se había convertido en una mujer muy hermosa y era mi esposa.

 Aquel día, cuando tomé el avión para ir a Porto y después a nuestra aldea, solo quería llegar a aquel lugar abrigado por “A Serra do Galiñeiro” y entre dos ríos. Uno de nombre de oro por el trigo que sembraba en sus orillas. Otro de tres nombres hermosos y un poco mentirosos: grande cuando nace y es solo unas gotitas de agua, San Simón por una capilla que ya no existe y Febres porque un santo, que no está nombrado por la Iglesia así, dicen que enfermó allí.

 Es nuestra aldea.

 Te seguiré contando. Quizás sea mi última carta la siguiente será el final y tú, Manolo, pondrás el epílogo.

 Hasta aquí la penúltima carta del aldeano, piloto en dos guerras, espía en la guerra fría que acabó de agricultor autosuficiente en una aldea de México.

 Así lo haré, querido amigo.

 Manolo Vázquez.

2 comentarios:

  1. Espero devagarviño,tu epílogo. Me encantó

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  2. Precioso e clandestino. Sabémonos.
    Sempre ós teus pés, Manolo.

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