25 de xan. de 2021

OPINIÓN

La Memoria deshabitada 

                               El abrazo, de Juan Genovés
 

 

 Luis Alfonso Iglesias Huelga*

 El  24 de enero de 1977, hace cuarenta y cuatro años, tres pistoleros de extrema derecha irrumpieron en un despacho de la calle Atocha de Madrid asesinando a tres abogados, un administrativo y un estudiante de derecho. Además hirieron de gravedad a otros cuatro letrados, uno de los cuales, Miguel Sarabia era natural de Logroño y había sido alumno del Instituto Sagasta.    

 El funeral se convirtió en un impresionante homenaje en el que el pueblo de Madrid acompañó a las víctimas custodiadas por los puños en alto entre un  silencio conmovedor. Gracias a la generosidad de las Comisiones Obreras y del Partido Comunista de España, organizaciones que permanecían en la clandestinidad y a las que todos ellos estaban vinculados, junto con al apoyo de otras entidades y de una gran parte de la ciudadanía, aquella infamia sirvió para allanar el difícil camino hacia la democracia, una muestra más de que la conquista de las libertades acostumbra a ser un proceso traumático en el que sobre el anonimato de muchos se construye el bienestar de todos. 

 Ese día terrible está siendo representado en una obra estrenada  en Madrid por el Teatro del Barrio bajo el  título Atocha: El revés de la luz, basada en los escritos y recuerdos del último superviviente de la matanza de Atocha, Alejandro Ruiz-Huerta, quien dejó testimonio personal de aquellos acontecimientos en su libro La memoria incómoda. Casi como una triste metáfora de lo que ahora añoramos fue el cuadro de Juan Genovés El abrazo, pintado en 1976, el que inspiró, años después, una estatua de bronce para homenajear a los asesinados el 24 de enero de 1977. En él varias figuras se abrazan con entusiasmo y entre ellas destaca la de una mujer a la derecha del cuadro que parece estar abrazando el futuro. Aquel abrazo se convirtió muy pronto en un símbolo de la lucha y de la rebeldía, pero también de la concordia, de la reconciliación, del entendimiento, de la capacidad de poner vida futura sobre la muerte pasada.  Ahora  que un abrazo es una lágrima invisible, un beso simulado a distancia, la mímica de una caricia o una palmada en el corazón intentando enfocar sus latidos en dirección al otro, la nueva normalidad, ese oxímoron que también hemos normalizado, debe hacernos regresar a la belleza de la gratitud.  Vivimos en un lugar pero habitamos en la memoria, afirmaba el escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura. No viene mal recordarlo ahora que sobrevivimos a golpe de like, pero nos deshabitamos en la memoria ignorando que estamos aquí porque otros fueron. La dignidad  lleva el nombre de quienes aquel día de enero de 1977 se encontraban en un despacho defendiendo la causa de los otros y de quienes hoy se alojan en las residencias o caminan lentamente por las calles apoyados en su bastón. Todos son el preámbulo de nuestra propia decencia.  

 Duele la fragilidad del pronombre posesivo cuando nos referimos a “nuestros mayores” muchas veces de un modo tan desganado e intrascendente que ni siquiera nos permite darnos cuenta de que son ellos los que  están en el centro de la tormenta.  

 Afortunadamente, el sueño de la ilusión produce rostros. Él, un pastor que mojaba el pan duro en un arroyo cuando era joven o ella, que nunca  pudo ir a la escuela y lloró desconsoladamente el día que su nieta obtuvo el título de bachillerato son algunos de los que sujetan la tambaleante esperanza entre sus brazos inoculados. Ella, a la que ya su propio nombre le resulta extraño, o él que lleva en su inclinada espalda todas las madrugadas del mundo apuestan su pasado por nosotros desde la paciencia y la responsabilidad. 

 El sentido de la existencia de los que no están y de otros que parece que ya no estuvieran fue la de hacernos una vida un poco mejor con su trabajo pertinaz y su esfuerzo noble.  Ellos aplicaron con  firmeza un verso que la poeta Ida Vitale  expresa con la sensibilidad como discurso y sus 97 años como recurso: “Como no estás a salvo de nada, intenta ser tú mismo la salvación de algo”.  Es un buen momento para evocarlo y repetirlo insistentemente en estos tiempos de un cierto negacionismo intergeneracional e incluso tratar de salir de esa apatía insoportable que nos condena a ocuparnos de lo intrascendente obviando lo más valioso. Ya que el olvido es un lugar que está lleno de recuerdos, recuperemos la memoria, habitémosla de una vez, pero para distinguir definitivamente el drama del espectáculo y defender las ilusiones, aunque algunas certezas se hayan quedado por el camino víctimas de la fragilidad de nuestros descuidos. 

 “Las palabras que arrojan verdades a la cara a menudo son prólogo de vidas condenadas”, dice el abogado Javier Sauquillo en Atocha: El revés de la luz antes de que el pistolero apriete su gatillo. Su asesinato y el de sus compañeros supusieron  el final de unas vidas que se incrustaron en otras definitivamente, mostrando una  vez más que en este gran teatro del mundo cada acto de destrucción puede encontrar su respuesta, tarde o temprano, en un acto de creación.  

 Ahora que la muerte ronda goteante, en nuestras manos está cambiar el guión. Las arrugas del espíritu nos hacen más viejos que las de la cara. Rejuvenecer es hoy, más que nunca, habitar la memoria de quienes sostienen las arrugas en el semblante pero mantienen con firmeza la tersura de su espíritu. Olvidarnos de ello es olvidarnos de ellos. Y ese olvido ni puede ser, ni podemos serlo. 

*Luis Alfonso Iglesias Huelga es profesor de filosofía en el IES Escultor Daniel y autor del libro La ética del paseante y otras razones para la esperanza  (Editorial Alfabeto).

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