7 de maio de 2020

CAMPOSANCOS (A GUARDA)

Nuestro primer viaje a Galicia

Recuerdos de Teresa Mlawer




Proxecto Socheo / Camposancos

 Primero llegó mi hermana, la primogénita: rolliza, risueña, con dos simpáticos hoyuelos en los cachetes.  Tenía un pelo negro como el azabache y unos ojos vivos que parecían bailar en su cara. Mi padre, (bueno a decir verdad, cuando aquello todavía no era mi padre) seguro de que su primer hijo sería varón, había decidido, junto con mi madre, que se llamaría José.  Pero al final, y como Pepa no era una opción, decidieron ponerle Inés, en honor a mi abuela materna.  Tres años más tarde, llegué yo.  

 Mi padre, seguro de que esta vez sí sería varón, pasaba todo el tiempo hablándole a mi hermana Inés de que pronto llegaría Pepe, su hermanito, pero cuán grande no sería su sorpresa cuando la enfermera salió a su encuentro en la clínica y le dijo: “Felicidades don José,  ha tenido usted otra niña”.  Esta vez, para consolar un poco a mi padre, mi madre sugirió que me pusieran Josefa Juana (había nacido el día de San Juan) pero, cuenta la leyenda, que desde mi  cunita, todavía en la clínica, al escuchar eso de la boca de mi madre, monté en un llanto de cólera. No sé si fue exactamente mi llanto de protesta o el hecho de que a mi padre no le gustaba mucho el nombre, que decidieron ponerme Teresa, como mi abuela paterna. Sin embargo, lo de Juana, y a insistencia de mi madre, se quedó como segundo nombre.  

 Según me contaron mis padres, yo era un bebé tranquilo y feliz y según iba creciendo me interesaba por todo lo que veía y ocurría a mi alrededor.  Me encantaban los libros y que me leyeran todo el tiempo. Me acostaba en la cama de mis padres, con mi chupete, y escuchaba las historias con atención. A parte de los libros, tenía una gran afinidad con mi chupete.  Tenía ya dos años y medio y no lo soltaba más que para comer.  Mis padres no sabían ya qué hacer para que yo dejara el chupete.  

 Corría el año 1947, yo tenía tres años, cuando mi padre decidió regresar a España por primera vez desde que se había marchado, siendo aún casi un niño.  Sería un viaje largo, por mar, y mis padres estuvieron debatiendo por un tiempo si quizás yo era muy pequeña para hacer una travesía en barco tan larga y si deberían quitarme el chupete antes o después del viaje.  Creo que lo intentaron, pero fue en vano.  

 Unos días antes de viaje se celebró una gran fiesta en casa con familiares y amigos para desearnos un buen viaje. Al fin y al cabo, atravesaríamos el Atlántico en el barco Marqués de Comillas, durante 21 días, hasta llegar a Galicia, tierra donde nació mi padre.  

 Se hicieron todos los preparativos y mi madre se encargó de que no nos faltara nada, no solamente durante la travesía, sino durante los seis meses que pasaríamos en Galicia. Incluso llevábamos suficiente café cubano, porque si yo tenía adicción al chupete, mi padre la tenía a su “buchito” de café cubano todas las mañanas y todas las tardes.  

 Por fin llegó el día del viaje, y familiares y amigos fueron al muelle a despedirnos. Entre lágrimas y alegría zarpamos del puerto de La Habana rumbo a La Coruña, donde desembarcaríamos para luego hacer el resto del recorrido por tren a Vigo, y de ahí en auto a Camposancos, pueblo que vio nacer a mi padre.  

 Yo era muy pequeña para recordar esa travesía y ese viaje a Galicia, pero tantas veces escuché la historia de los labios de mis padres y de mi hermana que para mí es quizás el recuerdo más vivo de cualquier viaje que haya hecho yo desde entonces.  También algo extraño ocurrió en mí y es que hasta hoy en día con solo mencionar Galicia y el recuerdo de ese viaje, me parece que lo vivo otra vez, sin mencionar el amor que en mí nació y aún perdura por el lugar donde nació mi padre.  

 De todas las historias de ese viaje, hay dos que en particular me hacen sonreír y  que  han pasado a ser parte de la tradición oral de mi familia.

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 Estaba yo en los brazos de mi padre, en la cubierta del Marqués de Comillas, en medio del Atlántico, cuando se le ocurre a mi padre decirme que si no me gustaría ver cómo mi chupete podía moverse entre las olas y no hundirse.   Como siempre he sido muy curiosa, no lo dudé ni un instante en sacarme el chupete de la boca y tirarlo por cubierta hacia el mar.  

 Mi padre me contó que al principio yo estaba muy contenta y aplaudía al ver cómo mi chupete se mantenía a flote entre las inmensas olas. Sin embargo, poco a poco la alegría fue desapareciendo de mi cara al yo ver que lo perdíamos de vista hasta desaparecer completamente en la oscuridad del inmenso mar. Fue entonces que me di cuenta de que nunca más volvería a ver a mi chupete. Mi padre trató de consolarme diciéndome que se había ido de viaje y que a la vuelta de España lo encontraríamos esperándonos en el muelle de La Habana.    




 Aunque mis padres llevaban un chupete de repuesto, decidieron no dármelo y aprovechar el hecho de que yo misma había tirado el chupete al mar.  Según me contaron mis padres, durante el resto de la travesía no dejé de llorar por mi chupete: lloraba todas las noches hasta que el sueño y el cansancio me rendían.  Estoy segura de que no fue la mejor travesía para nuestros vecinos de camarote.  

 Al final de la larga travesía, y después de otros viajes por tren y carretera, llegamos a Camposancos, el pueblo de mi padre.  Nuestra llegada fue recibida con gran regocijo por el pueblo: regresaba, después de casi 30 años, el hijo más pequeño de Teresa y Serafín y con su esposa cubana y las niñas americanas.  

Teresa Mlawer  

(Texto proporcionado por William Mlawer)

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