21 de nov. de 2022

OPINIÓN

(…) Con los militares conspiradores se coaligaron todas las fuerzas que representaban la España tradicional (con la impagable inyección de planteamientos “modernos” de origen fascista) en términos operativos los monárquicos alfonsinos, liderados por José Calvo Sotelo, fueron quienes prestaron mayor contribución (…)”. 

 Ángel Viñas en “La otra Cara del Caudillo”, un libro excepcional sobre los mitos y realidades de aquel régimen.

EL CAMINO DE SANTIAGO VERDADERO GUARDA MUCHAS HISTORIAS




Manuel Vázquez de la Cruz

- Maru, a esta hora de la noche voy a contarte algo de Pepito. Es una vida muy larga que no podría resumir entre mis apuros de viejo- dijo el hombre mayor de ojos verdes y largos cabellos blancos.

- Como usted diga amigo pero puede ser que nos dé luz la Aurora - contesté

- Si no nos diera el tiempo necesario, te lo seguirá dado con luz y te librarás de una parte del camino entre cemento asfalto.

 Pepito, el día 19 de julio de 1936 desapareció de la aldea, dejó a su madre, su casa pequeña, su cabra y su colmena. Llevó consigo la flauta, la trompeta y la gaita que había aprendido a tocar en soledad todos esos instrumentos. “Y su inteligencia” decía Pepa, la bruja. No dejó atrás ni mucho menos sus virtudes, ni sus corbatas, que según se supo eran todas iguales y había comprado a un trapero de la ciudad. Ni, por supuesto, sus dotes de conquistador. Aunque fuera de la aldea variara el método y la frase.

 Con corbata, camisa blanca, traje de señorito, sombrero de lo mismo, zapatos impecables en blanco y negro, y maletín de notario alguien lo vió atravesar este puente. Después desapareció por el viejo camino de Santiago, del que ya casi se había perdido la memoria, fue hasta cerca de Porriño, después por otra vereda olvidada a Vincios. Hizo tres noches en Morgadans y llegó a Baiona a tiempo de montar en un pesquero que huía hacia Gijón.

 Siempre por caminos muy antiguos donde podría quedarse sin flamante traje, zapatos de dos colores, camisa de cuello duro si no fuera porque él era un niño que había llorado en el vientre de la madre, y por tanto muy listo. Desde hacía muchos años tenía escondido, casi nada más pasar el puente, una bolsa con otra ropa y otros zapatos. También una sotana, un canal y lo más importante una carta de don Manuel donde se acreditaba que era sacerdote católico al que un rojo peligroso quería mal. Y más carnets claro. “Que con todo puedes encontrarte en la Viña del Señor”, le dijo el buen cura masón y muy poco cumplidor del celibato.

 Pero él siempre presumió, y yo, Maru, lo creo firmemente, de ser fiel defensor de la República.

 Cuando el barco arribó a Gijón, tiró todos los carnets al mar menos el de su partido. Y eso, amiga, sí que no se lo creí nunca.

 Allí algunos compañeros del barco murieron en combate. Él también luchó, y me consta que bien, pero tuvo que volver a escapar cuando los fascistas tomaron Asturias e iniciaron una de las más crueles represiones. Pudo hacerlo en un barco y llegar a Bayonne (Francia).

 Desde allí a Marsella y después a Cataluña. A los órdenes de Líster ascendió ya de sargento y en la batalla del Ebro se encontró con gente cercana a su pueblo. Dolía oírlo decir que pena le había dado aquella persona de nombre Manolo que tenía en el otro lado, a la fuerza, a un hermano de Tui, de nombre Tito. En plena batalla se dio cuenta que el hombre de su trinchera solo disparaba al aire y por eso cuando oía silbar una bala en lo más alto siempre pensó que era el otro hermano.

 Maru, el y yo siempre nos emocionábamos mucho con esta historia. Aquella en muchos casos fue literalmente una guerra fratricida provocada por militares cainistas. Y en el caso que te cuento además le habían matado a su padre y a un hermano en retaguardia de los cobardes, de los ricachones que mandaban y de los curas que señalaban.

 En aquella batalla se demostró mucho nuestro valor y nuestro apredizaje en el maldito arte (algunos le llaman así) de la guerra pero también que el mundo no estaba con nosotros. Nos faltaba material de guerra y Francia no nos lo dejó pasar. Pero los del otro lado, los rebeldes, supieron que éramos mejores que ellos incluso con los soldados y material que tenían de Hitler y Musolini, la pantomima de la no intervención y los de la bandera de las barras y las estrellas suministrándole gasolina.

 No nos vencieron los rebeldes. Nos vencieron los nazi-fascistas del mundo y, sobre todo, el miedo de las democracias liberales a aquella plaga de la historia. Sus miedos los pagaron después con creces. Pero no quisieron, esta vez por otro miedo, injustificable, dejarnos echar al fascismo de nuestro país.

 Así fue, así debemos decirlo muy alto. Y quizás más fuerte y alto que nunca tendremos que hacerlo en el futuro porque ellos volverán a salir desde la negrura, la oscuridad y mentirán porque es lo único que hacen perfección y han aprendido de Paul Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi a repetirlo millones de veces hasta que la gente se lo crea. La mentira y el bulo son sus armas favoritas, utilizarles siempre en cualquier conversación es como un mandato que tienen en su cabeza. A cualquier cosa, venga o no venga a cuento, contestarán con el chisme.

 Pepito fue herido por una esquirla en una pierna e ingresado en un hospital de Barcelona. De allí cojeando y dolorido emprendió el camino a pie para llegar a la frontera francesa. Anduvo muchas horas. Sus compañeros le ayudaron pero Pepito se cansó de correr y en gallego grito muy alto, “non corro mais, non fuxo mais, ¡¡¡fartéime!!!”.

 Se sentó en la orilla de la carretera y esperó a que llegaran los fascistas italianos que a empujones, culatazos lo hicieron prisionero. El hambre y el dolor durante días fue tan grande que lo hizo delirar. No acordó nunca bien lo que dijo, pero sí de cómo su pensamiento volvía siempre a un lugar con un puente medieval, una ribera de sauces y amieiros y una porción de tierra que llamaban “hortiñas” donde crecían guisantes, tirabeques, patatas extratempranas con las que las madres de la aldea hacían comidas que “embelesaban” los paladares.

 Entonces cuando simplemente comer era un lujo, en nuestra aldea de aquellas hortiñas salían manjares.

 Algún día se recuperarán.

 Pero cuando Pepito recordó el pequeño cementerio al lado de la iglesia donde pensó que ya no sería sepultado en el nicho de la familia y se derrumbó en una pena inmensa. Rompió a llorar.

 Se reían lo italianos de sus lágrimas y lo vejaban. Uno tocó con la punta del fusil su herida y él con el dolor dio un tremendo grito. Pero justo en ese momento pasaba un coche que paró y del que bajó un mando. Era de aviación. Alto, y muy alto les gritó a los italianos que se callaran. Solo uno siguió riendo, seguramente estaba más borracho que los otros, pero el hombre sacó una pistola y el italiano, decía Pepito, que dijo algo parecido a “pregaria” y se deshizo en pedir perdón y hasta se arrodilló. El coñac que le daban a los combatientes lo mismo hacía enormes valientes que enormes cobardes cambiantes en segundos.

 El mando de aviación lo subió a su coche y lo llevó al hospital de campaña para prisioneros, recién montado. Habló con un médico y le dijo que aquel chico era de su pueblo y un poco pariente. Por el camino le había preguntado de dónde era y al saberlo había sonreído misteriosamente y un cierto brillo en los ojos.

 No fue bueno el trato pero quizás un poco mejor que el que daban a otros prisioneros a los que hasta a los que se morían trataban a batacazos. El médico le dijo a Pepito que las recomendaciones de los gallegos eran la hostia. “Hay que joderse, hasta la guerra los heridos enemigos y los hospitales llega la mano de las influencias de los gallegos, hay que joderse”.

 (Me gustaría saber qué diría aquel médico si llega a enterarse de que en Tui llegó a gestarse y realizarse un vuelo chárter con empresarios y una delegada del gobierno en Cataluña - hay que joderse -, para ir a Bruselas y anular una zona ambientalmente protegida para que unos empresarios pudieran hacer su real voluntad estuviera bien o mal. La nota es de Manuel Vázquez de la Cruz)

 Del hospital lo llevaron a un campo de concentración cerca de La Alcarria. Cuando lo llamaron declarar dijo que él lo único que quería era pasarse a los nacionales, que eran los suyos tal y como le había enseñado el cura de su parroquia. Parece que ellos escribieron a don Manuel y éste mandó una carta diciendo que era un gran hombre, temeroso de Dios, sacristán de los buenos y adjuntando otra del obispo en que este explicaba que toda su vida había sido un enorme trabajador, un gran estudioso y era un gran experto en apicultura.

 Como con la guerra en La Alcarria habían quedado muchos colmenares sin cuidado, el comandante del campo lo puso al frente de un grupo que llamó Sector Apícola del Nuevo Orden en la Alcarria. Y Pepito que en su casa solo tenía una colmena, que si trabajaba era más por ser muy “lambucheiro” (goloso en castellano) que otra cosa, pasó a ser don Pepito porque así le denominó “su” tropa. Él nunca supo si lo hacían de verdad o para burlarse por enchufado, pero aceptó el tratamiento de buen grado.

 Pero siguió siendo muy precavido y desconfiado. Ni uno solo de sus compañeros de prisión sabían de sus mentiras. Al principio lo vieron mal pero después cada uno hizo su composición: para unos era un cristiano verdadero, para otros el único fascista bueno y para todos un hombre de fiar. Cosa que para él no eran los jefes de campo.

 Y ahí se equivocó por exceso porque por si acaso fingió ser un tremendo patriota, cantó el Cara al sol matutino y vespertino con fervor y todas las veces que hiciera falta, que eran muchas. Habló del Imperio hacia Dios y de que ser español es una las pocas cosas serias que se pueden ser en la vida. Y lo hizo con razones, falsas, pero los otros no tenían ninguna…

 Un leonés de Valderas soltó un día una sentencia muy fuerte, muy de tierra de campos: un gallego fino es la hostia pero este Pepito es la hostia de los gallegos finos. Maru, si supieras con que orgullo me contó esto.

 Como no se fiaba de que los jefes del campo hubieran creído todo y tenía mucho miedo a que el obispo enviará también otra carta contando la verdad, presumía día y noche de su patriotismo.

 Se arrepintió mucho de fingir ser tan patriota.

 Una buena mañana apareció en el campo un alférez provisional adornado de cruces, medallas a todos los méritos y cara de no pasar hambre. Vengo a hablar con todos ustedes de parte del alto mando, les dijo. El alto mando del campo le preguntó si debían estar también los presos. “¡Con la chusma no!”, gritó iracundo don Antonio, así se llamaba el alférez. Sólo patriotas amantes de la patria y la rojigualda.

 El comandante del campo le dijo que debería invitar al maestro de apicultura, un hombre, explicó, que ama a la bandera de España y levanta el brazo tanto tan a la romana, que parece que lo tiene enyesado en esa posición. Conmovido don Antonio dijo que ese sí porque ese de motu propio había dejado de ser chusma y convertirse en alguien a imitar. Un ejemplo como San Agustín. El jefe del campo pensó que con tanto sabio “provisional” cargado de medallas y cruces se iba ir al carajo el Nacional Sindicalismo, y también meditando, se dijo que tampoco sabía muy bien qué era ese asunto pero que gracias a lo que fuera se estaba haciendo rico aunque los presos murieran esqueléticos. Al fin al cabo eran, como decía don Antonio chusma y, aunque no le sustrajera parte de sus mínimas raciones, morirían igual pero más tarde y con más sufrimiento. Y dejó de meditar. Dejó de lado su poca humanidad y se dijo "mi camino es el que haría el Cristo. Puede que por bajines hasta dijera Viva Cristo Rey. Era un grito también frecuente en aquel campo maldito.

 Aquella mañana sonaron por los altavoces nombres de los guardias más jóvenes, uno a uno. Todos los prisioneros sintieron miedo. Nos mirábamos con horror. Alguno sacó de su petate un punzón y dijo “a mí estos hijos de puta no me dan el paseo”. El último nombre fue el de Pepito.

 Los presos lo miraron entre incrédulos y dubitativos. Y todos con pena.

 Él se levantó de la cama en la que estaba sentado creyendo que el obispo había contado todo y como pensaban los otros le iban a dar el paseo.

 Entonces, después del miedo vino el honor (así lo contaba), se irguió, mesó los cabellos y dijo:

 -Habréis murmurado de mi. Sabedlo…Yo siempre he sido y soy más rojo que vosotros.

 Le dio la mano a todos y les dijo hasta siempre.

 Pero, Maru, cuando me lo contó aún se le notaba toda la gallardía que tuvo ese día y también el miedo que pasó. Más, te lo prometo, que la gallardía era muy superior al miedo.

 Perdóname, volveré en un rato.

 Hoy tengo una persona muy querida muy triste. Se llama Natalia Lago Bravo, es hada buena, conoce las plantas y el cantar de los pájaros. Ama a la naturaleza y ejerce en su acogedora cueva de claustro materno.

 Su padre nos dejó días atrás. De momento, Natalia, solo queda su recuerdo en pena. El tiempo nos devolverá su alegría de vivir.

Tus lágrimas, amiga, son nuestras lágrimas.

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