9 de xan. de 2023

OPINIÓN

Yo soy verde,

Tu eres azul,

Él es violeta,

Nosotros somos amarillos,

Vosotros sois rojos,

Ellos son naranjas.

Todo somos singulares,

Plurales…

Diferentes.

María del Sol Gómez Arteaga


UN HOMENAJE TARDÍO

EN MEMORIA DE MARIANO TAMBIÉN PUEDE ESCRIBIRSE OTRA HISTORIA




Manuel Vázquez de la Cruz

 Al volver la vista atrás recuerdas y muchas veces te das cuenta que mientras vivió una persona pudo haber sufrido y quizás no tuvo una palabra de consuelo, de animo o de apoyo. No se arregla ahora pero a lo mejor a otros les va llegar la palabra que necesitan.

 EN MEMORIA DE MARIANO, modisto, buena persona…

 No sé de qué color era pero era diferente.

 Es fácil recordar a la buena gente; colores aparte.

 Mariano reconstruyó un traje de peregrino que aparecía en un grabado en la iglesia de las monjas encerradas, de Tui. Me pasa la foto Carlos Fonterosa, mi amigo del Camino Portugués a Santiago.

 Quizás algunas veces no fue bien tratado. Eso no lo borra este escrito en su memoria, pero quizás puede hacer que gente con su singularidad tenga el mismo respeto que se debe a todas las personas.

 Sol Arteaga, mi amiga de donde los campos son tierra, nos da, con su sencillez habitual, una lección de tolerancia en colores.

MALDITAS SEAN LAS GUERRAS Y QUIENES LAS PROVOCAN

 Con documentación de francés nacido en Bretaña llegué a París. Ella, a la que seguiré llamando Dalia, nos esperaba en la estación de Saint-Lazare. Estaba muy triste. “Mi madre ya no me reconoce”, vi mucho dolor en el rostro del padre que estaba a mi lado.

-No debí dejarla sola, dijo con remordimiento.

-No lo estuvo. Yo he estado con ella. Antes de pedirte que vinieras estaba mal pero no me pareció demasiado. Hace unos días cayó en picado y se precipitó la oscuridad absoluta en su mente. Antes estaba muy orgullosa de tu trabajo, de tu esfuerzo y sobre todo de tu compromiso con la cultura universal.

-Como le sucedió a su madre, dijo mi maestro.

 Era marzo de 1934. París era una fiesta de época dorada y alegría. Nadie, o casi nadie, pensaba en lo que podía venir y vino. Más tarde me di cuenta que muchos lo deseaban.

Aquel mismo mes fui a conocer a mi nueva familia.

 Llegar a la aldea de Bretaña fue toda una odisea. Tren, carro de caballos, bestias sin carro y un buen trozo a pie.

 La aldea no se me hizo desconocida. Era como muchos lugares de la nuestra. La gente vivía, trabajaba, comía lo que producía y tampoco deseaban más. Había una especie de delegado de la gendarmería y para llegar allí el médico podía tardar muchas horas. Mi padre y mi madre eran dos anarquistas. Yo, su nuevo hijo, era también único porque el que ocupaba mi lugar había muerto hacía algunos años en no sé qué lugar del mundo. Nadie había certificado su muerte y para las autoridades seguía vivo. Era yo y allí estaba.

 El matrimonio me presentó a sus conocidos incluido el representante de la gendarmería, que leía mal y dudo mucho que supiera escribir, explicando que mi vida había sido de un enorme sufrimiento hasta incluso de perder casi totalmente nuestro idioma y que sólo lo hacía en un idioma desconocido y monosílabos, pero que esperaban que en París, al que debería marchar para curarme, volvería a ser el de antes. En aquella aldea escondida la palabra de mi padre era ley y dijo que no quería que ningún periodista viniera a importunar mi curación. Este último deseo y aviso convenció totalmente al, digamos, pedáneo con amplios poderes.

 Y allí esperando pasaporte volví a ejercer de aldeano, a sentir el crecer de las plantas y a ser un poco pastor. ¡Y cómo me gustaba!

 Muchas veces pensé que aquella vida sería mi vida en mi aldea si no me hubiera besado y enamorado de una mujer en un puente medieval. Y entonces, al recordarla redoblaba mis estudios de lengua francesa con una señora de la aldea, que seguramente lo haría fatal, pero que le dijo a mis padres que me recuperaba muy bien.

 Aprendí pronto lo necesario para entenderme un poco con los aldeanos, que tampoco dominaban muy bien el idioma, pero me contaron, con mil detalles vistos por vivos como que la muerte la trae un perro muy feo de dientes verdes, que se deja ver días antes.

 Con el tiempo, mientras mejoraba el idioma, acepté, a mi modo, lo del perro. E hice mío el cuento como en mi tierra lo hicieron con la Santa Compaña, O Trasno..., y en Constantinopla con Santa Elena que descubrió mas de mil cruces en la que crucificaron a Jesús, la corona de espinas, las costillas de los reyes magos y con esas mentiras la hicieron santa. Otras falsedades como las pullas y los huevos, que hay que pedir para que San Benito quite los bultitos, nos parecieron a todos enormes verdades. Aquellos aldeanos tenían la necesidad de creer lo inventado, como Santa Elena, y lo inventaron. No fue nada tan fuera de tono. En Italia hasta hace relativamente poco tiempo se veneraba un huevo del Espíritu Santo. Los de mi aldea bretona quizás salvaron mucha gente viendo el perro, a tiempo de avisar al médico.

 Pero se asustaron mucho cuando les dije que yo al perro iría buscarlo y no esperaría a que se me enseñara.

 En aquel entonces yo ya había dado un segundo beso. En la estación de Saint-Lazare al despedirme de Dalia. Fue largo y, honradamente, si no me empuja ella al tren, allí me quedo.

 Era necesario que mi carnet y pasaporte tuviera, por sí acaso, gente conocida en mi “lugar de nacimiento”. Los franceses de las organizaciones obreras y los partidos de izquierdas sabían que con la fiesta iban a acabar aquellos dos personajes ridículos y estrambóticos que gobernaban Alemania e Italia.

 Para que otro parecido lo hiciera en España, y matara sin piedad, tuvo que hacer una guerra de tres años y sin ayuda de los otros dos no hubiera podido ganar. El pueblo español debiera ser condecorado por los demócratas del mundo pero quizás las democracias llamadas liberales son menos demócratas de lo que aparentan. O intentan aparentar.

 Lo mismo que los homófobos aparecían en la ciudad de Tui como seres buenos cuando vivía Mariano. La concejala Núñez, a la que tuvo la idea de crear un banco pintado con los colores “do Arco da Vella” me merece muchos respetos. Una persona tan sensible tiene que ayudar a “Ribadelouro verde non se vende”.

 Allí en la aldea transcurrían los días y la horas lentamente como si los días tuvieran más horas o las horas más minutos. Todos atendían a sus trabajos y unos se ayudaban a otros. Mi nuevo padre tenía un gran predicamento y era muy querido por todos. La granja era un modelo de orden. La anarquía es la sublimación del orden en libertad, decía mi padre.

 Una noche me tocó ordeñar las cabras. Me demoré un poco porque después de la salida de la aldea de nacimiento, por primera vez escuché cantar a un ruiseñor. Fui solo oídos un buen rato. Acabé tarde mi trabajo y me fui a mi cama. La saqué del armario en la que estaba empotrada y dormí en un constante soñar con ella.

 A la mañana siguiente salí al campo muy pronto. Mi madre me había dejado algo para desayunar. Aquel día alumbraba mucho el sol. Estaba segando, paré un poco y el sol se reflejaba en la guadaña hasta el punto que tuve que cambiar el sentido de mi mirada. Y la vi. Sentada en un muro de piedra, que rodeaba el campo como muchos en Galicia, con la falda que a mi más me gustaba y mirándome.

 Corrimos el uno hacia al otro y nos abrazamos. E hicimos de la sublimación del orden el absoluto desorden. Si lo llega a saber mi padre.

 Mañana nos vamos, dijo.

 Después me enteré que yo ya hablaba francés con acento fuertemente bretón. Y toda mi vida anduve por medio mundo siendo francés de Bretaña menos en España que solo fui mal español y rojo. Durante decenas de años.

 Aquella noche, ante el asombro de Dalia, saqué la cama del armario, que tenía encima ajuares, vajillas,…, y aunque era muy estrecha, estuvimos muy juntos y hablamos del futuro.

 Al día siguiente nos despedimos de todos y yo le dije a mi padre que por primera vez había tenido uno reconocido y para mí había sido muy bueno y muy hermoso. De mujeres solo estaba mi madre bretona y ante mi extrañeza me dijeron que se había corrido la voz de que era un resucitado y cualquier moza que tocara a uno ya no encontraría marido y que si ya lo tenía quedaría impotente. Por eso solo me hablaba la profesora que ya era muy mayor y le importaban un bledo esos asuntos, pensé.

 París seguía siendo una fiesta. Dalia me dijo que no era todo así y que también había mucha miseria en los barrios obreros y añadió que cuando entraran los nazis - que lo harían -, muchos de esos se morirían de miedo en las trincheras o escondidos en sus casas y otros serían como los que llegaban. Y lo dijo con desprecio absoluto a los de la fiesta.

 Antes en nuestra cama salida de un mueble en la aldea bretona me había contado que su madre estaba muy mal lo que hacía imposible la marcha, huida, a la Argentina. Su padre quería que ella se fuera cuanto antes. Desde el autobús me señaló viandantes muy tristes, cabizbajos,…, diciéndome “mira todos esos son judíos alemanes. Alemania es un manicomio de demonios brazo en alto y deseos de matar. Son solo una pandilla de idiotas que se creen superhombres. Algunas veces tienes pena de haber nacido.

 En el camino hacia casa vimos varios aviones en un pequeño aeropuerto. Era una escuela privada de aviación.

 Por un amigo del padre que conocía mucho al dueño entré allí a trabajar de empleado. Hice de todo, lavé aviones, arreglé hangares, pero también aprendí a pilotar.

 Dos años después París seguía siendo una fiesta y yo en pocos años había pasado de guiar con cuerda una pareja de bueyes tirando de un carro a pilotar aviones de recreo.

 Y poco después, infelizmente para los que amamos la paz, fui piloto de avión de combate en la guerra de España contra el fascismo y en su continuación europea.

 Antes pasaron dos años en que ella y yo fuimos muy felices.

 Solo fueron dos porque otra vez desde el fondo más oscuro y lúgubre de la historia irrumpieron en el mundo tres genocidas (Franco, Hitler y Mussolini) y murieron millones de hombres, mujeres, niñas y niños en guerras que montaron una detrás de otra.

 Y en España, donde los asesinos gritaban vivas a la muerte o a Cristo Rey según le apeteciera en sus opciones de odio, aún hay miles de cadáveres en las cunetas. No se sabrá nunca que grito eligieron los asesinos al fusilarlos.

 Pero antes quiero volver a decir que nunca olvidaré los DOS años de París. Cuando salía de mi trabajo sabia el árbol al que le estaba pintando las hojas, me sentaba a su lado y soñaba.

 Aquellos tres genocidas nos dejaron por mucho tiempo sin sueños.

 ¡Nunca más!

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