Aquella tarde, como muchas otras, el adolescente al salir del instituto fue a ver a su abuela. Hablar con los abuelos entonces era una forma de aprender y querer. La madre del padre tenía alzheimer desde hacía tiempo y ya no enseñaba. En su mente quizás ya solo había oscuridad pero su cara seguía teniendo la dulzura de siempre. Paseaban por debajo de una parra con una cepa centenaria de variedad “pazan”, muy gallega. El vino no era bueno (tenía un grado menos que el agua, decía un entendido y añadía, pero la sombra se agradece). Con su enfermedad avanzada “a velliña” casi no hablaba pero al pasear iba arrancando los “ladrones” que salían de los troncos de las cepas. Pasaron muchos años y el sigue recordando siempre que arranca un sarmiento indeseado o ve hacerlo a otra persona, a la abuela que tanto quiso.
Aquella tarde de junio la anciana se paró de repente, increíblemente para sus ya escasas fuerzas. Se agarró aún más, mucho más al brazo del nieto del que caminaba y le dijo: “cásate conmigo que estou moi soa”.
“Pero avoa eu son seu neto”, contestó sorprendido y atolondrado, sin darse cuenta de que la enfermedad requería otra respuesta.
Ella le contestó con rapidez impropia de su enfermedad: “pedimos dispensa”.
El chiquillo tampoco supo decirle que así lo harían y que se casarían.
AMOR DE MADRES
Por Manuel Vázquez de la Cruz
Iba con prisa el otro día. Había bajado a la Comandancia de Marina a buscar un papel para la licencia de pesca y tenía que ir al banco con mis datos, pagar y obtener la licencia. Los líos anuales a los que siempre vas tarde. Y caminando ensimismado en lo mucho que íbamos a pescar. En mi imaginación apareció mi abuela preparando dos fuentes de truchas, iguales y cubiertas con idéntico paño. Y me acordé del sufrimiento que tuvo cuando perdió cuatro hijos en la gripe española. Pobriña, me dije.
Entonces, como si el ambiente quisiera decir algo o mostrar el cariño que hay a nuestro alrededor, vi sentada en un banco a una madre y su casi recién. A la sombra del sol de las once, en niñito pegadito a ella sobre su vientre y pechos mirándola fijamente y ella sonriendo hacían una estampa tan hermosa que en el paisaje, en un escenario inmenso solo se veía a los dos. Ya no vi los coches ni sentí sus ruidos, olvidé la fealdad de un edificio cercano, el pan de centeno que tenía que comprar en la Panadería Xulio y hasta desaparecieron de mi pensamiento las cucharillas, rapalas y todo lo que se pesca, que al final solo alguna vez es algo. Como el señor mayor tiene sus ventajas le dije a la madre “qué estampa más bonita hacéis”. Se sonrió y me di cuenta que los colores con los que vestía ella y el niño eran casi idénticos.
Se lo dije. Se sonrió. “Es verdad, no me había dado cuenta”.
No sé su nombre ni me importa. Soy muy mal dibujante y tampoco importa porque la estampa queda como la del nieto que veía a su abuela arrancando ladrones de la viña.
Pero llegaron uno detrás de otro recuerdos de ternura de madres e hijos y deseé escribirlos tal como aparecieron en tropel. No todos, claro. Sería imposible.
Tampoco me considero ni mucho menos un buen escritor pero sí pienso que lo que veo y me emociona puede quedar para siempre escrito en mi cerebro y mucho más detallado que lo que el mejor pintor pueda plasmarlo y el mejor escritor pueda contarlo. Memoria si tengo mucha. Y como es solo mía nadie puede discutirla.
En A Guarda, quizás en 1943, una madre tenia a su hijo en una playa, creo que le llamaban Fedorento. El niño era menudo, moreno y los ojos aparentaban tristes. La madre de vez en cuando lo acariñaba al mismo tiempo que “tertuliaba” con las vecinas de baño. De repente el niño rompió en un inmenso llanto. ¿“Neniño, qué te pasa, que tienes, qué te duele”…?
Al fin el chiquillo explicó que lloraba porque había pensado que su madre podia morirse. A la madre le brotó alguna lágrima y también una sonrisa, de todo un poco por fuera, por dentro seguro que sintió un enorme orgullo de madre. Después solo le dijo al niño: “non chores, ‘meu neno’, que no me voy a morir. Ríe, anda, ríe”.
Y el chiquillo, aún con lágrimas en los ojos, se sonrió.
El otro día mientras caminaba hasta el aparcamiento, el hombre muy mayor lo hacía con una sonrisa muy melancólica y de cariño en su memoria. Alguna lágrima pidió permiso para salir. El permiso le fue denegado. Un hombre mayor llorando en la calle…pensó, entonces que estaba haciéndose un hombre muy correcto. Cayó la lágrima.
Y siguieron los recuerdos.
Era día de fútbol, del Celta, quizás. El bar Pilar, de Tui estaba a tope. Todo era ruido: conversaciones a gritos, ruidos de copas, la TV contagiada gritaba más que nunca (y siempre es mucho), cuando entraba alguien los saludos eran aún más altos…
Las camareras (de las que quiero escribir para hacerlo sobre el de la misma profesión de nuestra adolescencia: Cascarilla) guardaban un silencio muy profesional.
Y en el medio del barullo y del movimiento una madre y un niño permanecían en silencio y se miraban. Era como si en una guerra, en el medio de un bombardeo, en un espacio mínimo hubiera una enorme paz.
La madre era una mujer que se revelaba hermosa. Como ese tipo de personas que uno conoce y dice enseguida de ella que es guapa por dentro y por fuera. Miraba al niño con el cariño de las madres. De las madres más buenas y capaces de inmenso sacrificio por aquel hijo.
El niño, de raza negra, era la viva estampa de la humanidad que quiere amar y ser amada. Daba el cariño y lo recibía.
Nunca sabré si nos habían dejado los ruidos. A mi sí. Estuve un buen rato, casi escondiendo mi mirar, admirado al ver aquel cuadro, aquella estampa, aquel ejemplo tan hermoso…
Aquella escena era la muestra palpable de que no es necesario parir o ser parido para amar con la inmensidad del cariño de madre o tener el amor de hijo.
No fui capaz de darle las gracias por aquella lección que dieron sin querer y sin que se le pidiera.
Hace mucho tiempo, a determinada edad hace muchos años de todo, tuve un amigo que se llamaba Sergio. Era pescador, ácrata y buena persona. Supe después que era tío abuelo del niño. Es una pena que no viva porque el hijo de Florentino do Sordo, de mi aldea, sería el indicado para enseñar al chiquillo todo lo que hay en la naturaleza. El era naturaleza y paisaje.
Y sigo recordando.
Emilia es mi enfermera. Es también descendiente de un pirata pontevedrés. Ella, que de ser pirata sería la más guapa de los mares, también es madre.
Tiene una chica que se llama Sara casi tan guapa como ella. Y mucho más tarde tuvo una niña y un niño. Hortensia y el niño con el nombre del general vietnamita que echó a los norteamericanos de Vietnam. Obviamente tiene otro nombre pero para mí siempre se será Giap.
Los dos son dos soles.
La historia merecería mucho espacio…
Emilia se casó de segunda vez y, aunque les pareció que ya eran muy mayores, quisieron tener un hijo propio. Hicieron hijo a mi amigo el general y cuando el marido fue a buscarlo, o a meterlo en su corazón de padre que deseaba ser, su mujer ya estaba embarazada. No eran tan mayores.
Tuvieron pues una especie de gemelos. Una rubia gallega preciosa y un doble del general Giap.
Un día estábamos todos juntos. De matrimonios, como se dice ahora. Emilia vigilaba a los dos niños que jugaban y los dos la miraban a ella, solo a ella. En todos los presentes había sensación de amor. Y así estábamos.
El general miró a su madre aún con mas intensidad. “Necesitará algo”, dijo Emilia.
Y necesitaba. Cesó su juego, vino corriendo junto a su madre y le dijo algo al oído. Callamos.
Me dijo: “Mamá, te quiero mucho”, no dijo [nada] la madre emocionada.
Los hechos algunas veces son preciosos.
Los años van dejando historias. Todas las buenas merecerían ser contadas. Uno tiene la impresión de que desgraciadamente aparecen más frecuentemente las malas. Y si no aparecen se inventan. Lo hacen, sobre todo, los que presumen de tener palabra.
La última que voy a contar fue una sonrisa y sucedió en Tui, en Santo Domingo, cuando los que amamos a la tierra y al agua y nos llamamos “TERRA E AUGA” hicimos un canto a estos dos elementos.
Parafraseando a Esproncenda, “allá quedan ciegos reyes peleando por un trozo más de tierra…” En este caso porque amar a la tierra y el agua, dedicarles poemas y músicas es para ellos electoralismo.
¿Cree el ladrón que todos son de su condición? ¿O sólo son un poco paletos?
De eso y de la magnífica conferencia que dio en Tui Xesús Alonso Montero quizás escriba otro día. Quizás la condición y el paletismo queden claros.
Entre los números de Santo Domingo estaba que unos niños y niñas de Caldelas, Ribadelouro y O Porriño recitaran poemas de Rosalía y Manuel María a la tierra.
Yo me hice niño y los presenté. Me sentí feliz.
Una niña se llama Lúa y otra Valeria. Las dos de mi aldea. La primera es muy pequeñita y de muy pocos años. Todos recitaron muy bien. Quizás el presentador fue el que no estuvo a la altura.
Entre el público estaba Norma Ubalde y su sonrisa bondadosa de siempre. También de persona íntegra e inteligente. Yo la miré muchas veces. Era como un referente de que todo iba bien. Incluso los muy acostumbrados a hablar en público necesitamos algún gesto que anime y comunique.
Y Lúa, la pequeñita del grupo, empezó a recitar su parte. Miré a mi referente y vi en su cara y en su sonrisa un inmenso poema de amor.
No necesité preguntar nada. Supe que Lúa era la hija de Norma Ubalde. Me emocioné un mucho. Pensaba bailar con los niños que presenté a la rueda, rueda… y se me olvidó. A los mayores nos puede la melancolía con frecuencia.
Ya terminada aquella función preciosa de TERRA E AUGA, recordé cuando la abuela enferma de Alzheimer le pidió al nieto que se casara con ella y el chiquillo, que también era yo, no supo decirle que el escribiría una carta al jefe de la Iglesia de donde fuera para pedir dispensa.
Seguramente por lo menos aquel día la abuela Angustias tendría un poco de luz en su cabeza enferma.
No hubo carta, ni rueda rueda pero Laura Landeira cantó por última vez Paloma Mensajera.
Y yo estoy muy triste porque se nos fue, y muy contento porque la paloma voló otra vez en son de paz y amor en una iglesia.
Laura se fue en magnífica compañía.
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