30 de xan. de 2023

OPINIÓN

ÁNGEL LUIS VÁZQUEZ DE LA CRUZ

 En Tui, a la orilla del Miño, ha muerto un roble.

​…¡Mirad, mirad cómo lo lleva el río!

​ El orgullo de su copa había salido ileso muchas veces de los feroces ataques del viento. El murmullo de sus hojas había hecho más intimas, todavía, muchas palabras de amor. Bajo sus raíces criaron familias de nutrias y él - el viejo roble - sonrió contemplando los juegos traviesos de las crías.

 ​Y ahora, como un inmenso pez agonizante, se retuerce sobre el agua. Sus hojas, tantas veces abrigo de los pájaros, yacen mustias. Su sombra no vela ya el reposo de los caminantes. Sus ramas no volverán a insultar al viento del sur…

​ El agua, su enamorada, se lleva ahora al que tantas veces soñó surcarla en forma de bote angulero. Porque él siempre se creyó hecho para empresas dulces y sencillas: Las lanchas, que pasaban cargadas de “meixón” en una noche tormentosa, lo hacían estremecerse de envidia; las naves espaciales lo dejaban indiferente: ¿Es que no hay bastantes estrellas en el cielo, Señor?

​ El viejo roble sólo sabía de amor. Amaba a todos los seres que frecuentaban la orilla: Desde el vigilante charol de un tricornio, hasta la furtiva silueta de un estraperlista; desde la humilde rata de agua, hasta la coqueta nutria, vestida de finas pieles… Pero sentía una especial ternura hacia los anguleros. Le emocionaba verlos trabajar, codo a codo, en una tormentosa noche, con la mano crispada sobre la peneira, que tiene algo de red y mucho de remo. Noches de lluvia en las que el agua cae sobre el sudor de frentes rojizas. Noches de duro y arriesgado trabajo en las que los labios musitaban promesas a san Telmo, mientras se mueven sin cesar los brazos nervudos. Terribles noches en las que el viento del sur arremolina las nubes, haciéndolas aparecer sobre la curva del río, como negros velámenes de muerte. En las noches implacables, bajo un cielo que parece deshacerse en truenos, cientos de hombres ganan su pan. Luego alguien comerá sus angulas en Madrid y dirá sentencioso:

​-¡Qué ricas! Se nota que son de Vizcaya.

​ Pero eso no le importa a los anguleros, como tampoco importa sí vienen del mar de los Sargazos; ellos sólo saben que hay que echarlas en la peneira. Lo mismo, poco más o menos, hacían sus antepasados con los normandos: llegaban por el río y había que peneirarlos.

 ​Pero el viejo roble flota ya muerto sobre el agua. Navega mientras cae la tarde. Los críos de los anguleros le forman cortejo. Un perro negro le despide aullando desde la ribada. Y en una rama que apunta al cielo como un mástil está aún el nido que el año pasado hicieron los cuervos.

 Cuando mi hermano escribió esta hermosura a un árbol, a un carballo, no sabía que quizás por aquellos días un piloto de dos guerras, marinero de todos los continentes, espía de la guerra fría, había cruzado el río para ir a su aldea que podría ser la nuestra.

 También soplaba el viento del sur y llovía mares.

 Que Ángel y yo escribamos juntos en este periódico digital INFOGAUDA me encanta.

 Gracias, Ángel

Manolo Ferruxo


Floreal, el hijo de Domingo Páramos Núñez, asesinado vilmente en O Confurco, y que pretendemos traer del llamado Valle de los Caídos. Floreal estuvo absolutamente comprometido con la ayuda a la huida de demócratas españoles, pilotos aliados caídos en la Francia ocupada por los nazis y judíos. Su casaca quizás sea regalo de un piloto. Era conocido en Portugal como el hombre "da casaca de coiro".


VOLVER: HASTA LA PALABRA ES HERMOSA




Por Manuel Vázquez de la Cruz

 La lluvia no paraba. A los relámpagos seguían los truenos, algunas veces con tal rapidez que pensé que podría tener mucha coña, como se decía en mi aldea en la que andaba, después de tantos años y mil peripecias, que me partiera un rayo justo cuando sentía la felicidad del volver.

 Volver era sentir que el suelo “enlamado” y resbaladizo que pisaban mis botas empapadas era mi tierra, que el aire, incluso lloviendo, traía los mismos aromas de mi niñez y hasta el llover era mi llover. El granizo en que algunas veces se convertía la lluvia golpeaba la cara y dolía pero lo hacía cuando caminaba por lo mío y eso era un analgésico que ayudaba a pasar el dolor. Mi maestro nos explicaba como la lluvia al caer pasaba por zonas muy frías y sus gotas de agua se hacían sólidas. Don Manuel también parecía que estaba a mi lado ayudándome a seguir y lo veía delante del encerado dibujando o escribiendo todo lo que explicaba. Vista, oído y hasta tacto sirven para enseñar, decía. Siempre buscando el porqué de porque sucedía todo y lo explicaba con tal cercanía que los niños lo aprendíamos con facilidad.

 Todo el largo camino era un inmenso recuerdo. Cosas que parecían olvidadas para siempre surgían como los géiseres en Islandia de la que había llegado en mi barco cargado de bacalao a Portugal donde cocinan de mil maneras y en todas es una delicia.

 ¡Aunque me partiera un rayo habría merecido la pena volver a la tierra y al recuerdo!

 El sueño de años se hacía realidad aquella noche de rayos encendidos que caían del cielo entre aguas y granizos.

 Aquel viaje y el entrar a pie en mi aldea era un deseo mío de años y los sentía como volver atrás, a la infancia, a los paisajes nunca olvidados de la adolescencia que había pensado siempre con inmensa tristeza que no podría volver a ver jamás y se estaba pasando gracias a una casualidad y a la intervención de muy buenas personas.

 Mi barco de bandera de conveniencia estaba atracado en Porto y yo allí tenía que entregar mis dibujos a un enlace. Normalmente no nos conocíamos ni hablábamos. Él me decía la consigna. Yo le entregaba los papeles y adiós.

 Esta vez no fue así. “Tú y yo hemos estado juntos”, me dijo. “Claro, tú también eras piloto”, dije al reconocerlo. Lo era y de los mejores: el piloto portugués que hacía huir a los pilotos de la Alemania nazi y que siempre decía con retranca: “Portugal é un país moito pequeno más un portugués fas correr para atrás aos tedescos hitlerianos”. En contraposición con la consigna salazarista que superponía los mapas de las colonias encima del mapa portugués: “Portugal non é un país pequeno”, explicaba “memamente” el cartel que se veía hasta la saciedad.

 Perdóname que no te diga más. Fue un valiente y expuso su vida luchando contra en el Salazarismo. El régimen fascista portugués, universitario, pero fascista, torturador y asesino como todos. Aseguran que fue torturado hasta la muerte por la PIDE, la Policía política del régimen.

 Caminamos durante un tiempo como separados hasta un bar y entramos. Fuimos a los servicios y nos abrazamos. Cualquiera que nos viera pensaría otra cosa. Justo lo que queríamos.

 Nos vimos después en otro lado al que no sabría ir después aunque quisiera.

 Fue entonces cuando le dije las ganas que tenía deseo de volver a mi aldea aunque solo fuera unos minutos.

 Me miró, con los ojos humedecidos (él no pudo volver nunca a la suya de O Alentejo), y me dijo que al día siguiente hablaríamos, que quizás pudiera hacer algo.

 Mañana a las seis de la mañana te espero debajo de aquel árbol, “O Carballo Vello”, tiene huecos para protegerte del frío.

 Allí estaba cuando me acercaba pero se levantó y caminó hacia mí, pasó a mi lado y habló sin mirarme.

 “Bon día, busca bien en el hueco”. Siguió su camino. Me senté un rato arrimado al árbol en el otro lado y después de una hora busqué donde me había dicho y no sin esfuerzo encontré un sobre que ya en el barco, pude abrir y leer el escrito que tenía dentro. "Vete a donde te dije, pregunta por la casa del español, di que quieres hablar con el hombre da casaca de coiro”. Si te preguntan para qué dile que por negocios. En tres horas más o menos llegará ese señor. Dile todo. Y guíate por él en todo.

 Así lo hice y gracias al hombre de la “casaca de cuero” aquella noche caminaba por mi aldea dirigiéndome a una casa que conocía pero no sabía con quién me iba a encontrar.

 Aquel hombre se llamaba Floreal, le habían asesinado a su padre los golpistas del 36, era en aquel momento contrabandista de café y durante muchos años pasó para Portugal pilotos aliados que caían en terreno ocupado por Alemania en Francia, judíos, españoles perseguidos, guerrilleros antifranquistas…

 Y quizás era hermano del alambrista que me había salvado la vida en las trincheras rebeldes de Madrid. También tenía hermanas que se llamaban Libertad, Armonía, Aurora,…

 Yo seguía entre tropezones y caídas, tan mojado que me parecía estar casi nadando dentro de mi traje de marino y de aguas. Y, con todo en contra, y frío por babor y estribor, sentía una inmensa de alegría porque aquella tierra era mi mar.

 Atravesé la carretera descarnada que iba a Vincios y Vigo por las viejas aldeas. Vi muy deteriorada la casa donde había nacido y donde seguramente habían muerto mi abuela y mi madre, y seguí caminando hacia Os Cabreiros, un pequeño paso de montaña que no se veía en la noche y no necesitaría llegar pero por el que algunos días del verano se marchaba el sol.

 Pero entré alegre, aunque con todo mi cuerpo muy frío, después de más de veinte años, combatiente en el aire sobre tierra enemiga en dos guerras, muchos combates aéreos en que la suerte fue más importante que la destreza, cientos de puertos desde el Ártico al Antártico vistos y dibujados, me sentía inmensamente feliz, en mi “cacho” del mundo.

 Y me acordé de ella con dulzura pero ya no como una obsesión casi neurótica de pesadumbre que me dejaba sin aliento. Mi tierra me estaba volviendo a la vida, a las ganas de seguir recorriendo caminos y quizás a amar y ser amado.

 Caminante no hay camino,…, recité todo el poema de Machado mientras al caminar, peor que contra viento y marea, acariciaba la tierra, como la otra enorme poesía de mi admirado don Antonio.

 ¡Que maravilla es volver. Hasta la palabra es hermosa!

 Me acordé de aquel viejo marinero que una noche me dijo en una tasca de Puerto Rosario, en Argentina, con un acento casi “gaucho”:  “Paisano tu volverás, pero yo jamás veré otra vez O Porto da Guarda e O Tecla“. De aquel amigo con el que llegué a Venecia una tarde cuando se ponía el sol, a bordo del vaporetto por el Gran Canal y solo me dijo que aquello era ”moi bonito, case tan bonito como A Illa de Arousa, a miña terra que está tan lonxe e que o mellor non volto a ver”. También de aquel niño que cuando lo alejaban de su domicilio, lo señalaba con el dedo desde los brazos de su madre y decía: “Alí, alí, ‘quero’ casa”.

 Yo no era un niño pero muchas veces estuve a punto de levantar mi dedo apuntar al cielo entre la lluvia y gritar: “Por favor déjame llegar, aunque solo sea una vez, ¡¡¡hostia!!!”. La última palabra mucho más alta y fuerte. Como la decían los marineros cuando un piloto ponía mal el rumbo al entrar en el puerto y una ola movía demasiado la embarcación. Sin ningún ánimo de blasfemar. Lo aclaro, Manolo, si eres creyente no te enfades,

 Y mi mente era un mar embravecido de emociones que me rompía la cabeza y me reventaba las sienes… Paré un buen rato en el medio del agua que caía del cielo, para calmarme. Lo necesitaba. “Se chove que chova”, decía mi abuela. Y era justo aquella la noche de decirlo para no parar y seguir. Y seguí.

 La casa a la que tenía que ir estaba cerca y pensé que no debía llegar con mi interior tan “alporizado”, que puede traducirse con la “cabeciña” rota por todos los lados. La mojadura era un “nadiña”, la tormenta algo parecido comparadas con mi cabeza que era como un volcán. Además no sabia quién me esperaba y eso me dolía el alma. Pero, Manolo, ya ves, en aquel volcán había explosiones de esperanza que sentía y que me daban fuerza para seguir y vivir. La bruja de mi aldea, sin dudarlo, creó escuela,…, también la recordé.

 Calmado llegué a la puerta. Todo estaba oscuro. Iba a llamar pero abrieron desde dentro. La “lareira” encendida nos alumbró mortecinamente. Frente a mí una mujer muy alta, vestida de rojo, cabello muy oscuro y ojos enormes.

 A su lado una viejita pequeña, “arrugadiña”, mirada implorante y llorosa, cabello blanco, bondad y cariño en la cara. La abracé y me abrazó. La besé y me besó. Nos miramos a los ojos una y otra vez. Lloramos y reímos al mismo tiempo.

 - Avoiña do meu corazon, pensei que non te vería máis. ¿E miña nai?, le pregunté convencido ya de lo que había temido había pasado.

- Ela está aquí hoxe pero non a podemos ver. Por non dicirche que se fora nunca te escribín. Eu son hoxe eu e ela, as dúas somos unha soa, ao mesmo tempo e só neste lugar. E en min e ela cómprese o desexo que as dúas mais quixemos e do que falamos anos e anos; tal como está a pasar. Ti sempre foche e estiveche na nosa vida e na nosa conversa de cotío. E sentiámos a túa voz como a que tes agora.

 Volver. ¡Qué maravilla volver! Faltaba mi madre pero estaba allí. En el lugar al que yo había vuelto. Tenía razón mi abuela que no podría encontrarla en otro sitio. Tenía que ser en aquel lugar donde me decían: “Mira neno como se marcha o sol polos Cabreiros; mañá voltará pola Moa de Budiño”.

 La persona que me había abierto la puerta se había alejado hasta una esquina de la “lareira”, al lado de una cocina económica y de espaldas a nosotros. Quería seguramente, dejar a las familias en el volver. Me acerqué y le toqué la espalda. Se volvió. Vi sus ojos muy emocionados y muy hermosos, me sonrió y reconocí a la niña de la pizarra, quizás mi primer amor, pero los años la habían convertido en una mujer preciosa.

 No sabía qué hacer. Ella me abrazó.

  • Cheliño, es unha muller moi fermosa, le dije.

    Y de repente, quizás por el nerviosismo, me salió desde Bretaña mi mal francés y solté casi sin darme cuenta.
  • Tu es la plus belle de moi école, et de moi mémoire. (Eres lo más hermoso de mi escuela, y de mi memoria).

    Y me reí fuerte. Y nos reímos los tres. 

  • Después, no sé si fue por el francés o el gallego el abrazo fue largo, larguísimo. Mi abuela sonreía misteriosamente como si adivinara que iba a pasar algo. La bruja de mi aldea otra vez, me pareció (y me parece ahora con más razón), que había creado escuela…

     Pero tanto a mi abuela sonriente como a Cheliño les había metido en sus ropas el agua que sobraba y aún seguía sobrando mucho en las mías. Me dieron unas prendas para mí y todas eran de mi talla. Otra vez pensé en la bruja. Salimos todos con ropas secas a la sala. Enseguida Cheliño puso la mesa.

     Y me dieron de “primero” caldo, nuestro caldo hecho con verduras, unto, alubias, patatas de la tierra, algún garbanzo, algo de carne de vaca y todo en taza. Manolo, aquella comida también era mi comida; y aquel día mi manjar. Con ella había cenado y desayunado durante años y entonces me sentía pobre pero aquella noche fui el hombre más rico del mundo.

     Después supe que también en la cena y en la ropa de mi talla había intervenido Floreal, el hijo de Domingo Páramos Núchez que había avisado el día anterior por la mañana, de quien venía aquella noche y que quería hacer la primera parte del camino a pie, y de aquella los contrabandistas y los anguleros sabían que iba a haber una gran tormenta.

     Caminando sobre la tierra de mi niñez y juventud, mi abuela y Cheliño habían pensado en mí, hasta en el caldo, pero entendieron lo que yo quería y no dijeron nada. Me dejaron caminar porque yo quería que mi vuelta fuera así. Como fue.

     Durante años el hombre de casaca de cuero, Cheliño y otras personas habían ayudado a escapar a hombres y mujeres que huían de asesinos, guerras atroces y de persecuciones contra su raza o su pensamiento.

     Aquella noche, ella me esperaba a mi. Había traído ropa de mi talla y a mi abuela, que desde hacía años vivía en Vigo al cuidado de una persona de total confianza del señor abad que había muerto unos meses atrás".
  •  Y mi abuela, contra su costumbre, era de pocas palabras, me contó con detalle lo que yo creo que había ensayado durante años.

    - Del abad nunca nos faltó a tu madre y a mí su ayuda y cariño. Alguien me dijo un día que era la mejor persona del mundo por ser cura bueno y no ser creyente. Las dos cosas sumadas.

     Cuando a principios del 37 lo llamó el obispo para reprocharle por la atención que le habían dicho con que protegía a los huidos. Nunca supimos lo que él le dijo al prelado pero debió ser tan fuerte que de nuestra aldea incluso desaparecieron los vigilantes del odio. Vivimos sin miedo. Cuando vinieron a casa a preguntar por ti, que era de ti, donde estabas,…, apareció él. Los llamó a solas y los llevó a debajo del cerezo. Tu madre y yo entendimos que les dijo que preguntaran al obispo lo que podía pasar si volvían a importunarnos, y no volvieron.

     Él solo dijo, en una ocasión, que el obispo le había acusado de no creer en Dios y que nuestro cura le había dicho que nada, pero más que el prelado y que casi todos sus compañeros cuya conducta estaba siendo satánica. ¿Quiere usted que le diga por qué se lo digo o prefiere acaso que hablemos largo y tendido de Pío XII o del noveno o de los otros?

     ¿O prefiere que hablemos de las conductas de casi todos ustedes que están escritas y a buen recaudo pero pueden aparecer en todo el mundo incluido el Vaticano con nombres y apellidos?

     ¿Cuántos, quizás también usted, tendrían que acudir al canónigo penitenciario por haberse aprovechado del confesionario ya sabe para qué?

     El obispo desde aquel día dijo que no entraran en aquella parroquia los servidores del nuevo orden porque el cura estaba loco y podía pasar cualquier cosa que no beneficiaría a la gloriosa cruzada.

     Y aquí no entró nunca la camioneta roja de los malditos del amanecer al mando de un Méndez Núñez.

     El cura masón, que decían que no creía en Dios, amaba la figura de Jesús de Nazaret, deseaba la paz con absoluta sinceridad a sus fieles, y cumplía fielmente las normas de la buena humanidad.

     Tuvo una aventura amorosa y un amor a la que se unió en matrimonio. No ante un cura, ni ante un juez, ni ante ningún otro hombre o mujer. Solo él y ella.

     Eso me dijeron los dos contrayentes: tu padre y tu madre.

     Y él fue un buen padre dentro de la posibilidad de una situación que él no creó y de unas leyes injustas. Decía que era sacerdote para ayudar a la gente por encima de dogmas. Sus sermones eran de amor y de respeto.

     Era un buen hombre. Un gran hombre".

    Y otra vez nos abrazamos, lloramos y reímos.

     Honradamente no llevé ninguna sorpresa. Y me siento, Manolo, muy orgulloso de mi padre. También creo que fue un buen cura.

    Cheliño llevó a mi abuela a la cama. Quedé solo frente al fogón de la lareira y por primera vez me di cuenta que tenía el pote de tres patas encima del fuego. Pensé que Cheliño, mi avoíña y yo éramos el fuego y el cariño que dábamos calor al mundo que era el que recibía el pote-mundo. Me sonreí pensando que era un poco tonto el pensamiento pero ahora, mientras escribo, me parece un pensamiento de paz y amor. Todo cambia.

     Después me levanté y eché un vistazo a los libros. Cheliño leía a Cervantes, a Lorca, a Rosalía,…y la Biblia. También tenia muchos libros de avicultura, apicultura y quesería.

     Era, lo supe poco después, una buena maestra quesera.

     Cuando volvió a la sala se sentó a mi lado. Hablamos de Dalia y me dijo que ella hubiera querido parecérsele. Yo le dije que era distinta pero también era muy guapa. Me dijo que no se trataba de belleza en lo que deseaba parecerse sino en su sabiduría, en su forma de entender la vida y que en Venezuela había salido adelante gracias a pensar en lo que haría ella y cómo reaccionaría ella en muchos casos. Incluso me encantaban sus dibujos y como los hacía, sentada con las piernas al sol y descalza a la orilla de río.

     Después habló del padre, de nuestro maestro, de como explicaba que el mundo solo sería justo cuando ningún niño pasara hambre. Y me afeó algo. Me dijo que el día que nos había explicado que la generosidad es quizás la más importante de las virtudes que pueden tener los humanos, yo, en el camino de vuelta, había dicho que yo, como dicen los curas “anima pro anima, anima mea”. Y ella, que era una niña de diez años, se sintió dolida y le pareció imposible que yo pudiera decir tal cosa. Le expliqué que siempre, desde niño, utilicé esa frase, como broma, porque como broma la decía el señor Ferruxo de Ribadelouro y a mí me hacía mucha gracia escuchar las ocurrencias de aquel hombre porque era muy simpático.

     Me contó cómo había empezado a hacer quesos, como María le hacía los vestidos y como a ella le gustaban y quería casi siempre que fueran de color rojo. También los zapatos.

     Después hablamos de Pepito. Seguía como siempre, igual de bailarín. Y con sus ligues. Muchas veces venía cerca de donde estábamos a tocar la gaita. Tres viudas pensaban que era por ellas y alguna estaba muy contenta. El hijo de una lo miro mal y dejó de sonar la gaita. Pero volverá. Yo lo sé.

    - Mañana iré en el Pájaro Blanco, así se llama el coche de línea a llevar a tu abuela a Vigo, al volver hablamos. No le abras la puerta a nadie. Tienes libros para leer. Descansa.

    - ¿Me dejas leer la Biblia?, dije con tono un tanto burlón.

    - Si lo haces puedes aprender mucho. A mí me la recomendó el padre de Dalia. Es un libro divertido y un poco erótico.

     Nos fuimos cada uno a una habitación. Aquella noche, por primera vez en miles de noches, empecé a pensar en otra mujer.

     Cuando volvió de Vigo volvimos a hablar y también a repetirnos. Es bonito repetirse.

     Quizás por eso se repitió la tormenta. Con más fuerza si cabe que el día anterior. Al anochecer llegó Domingo, el hermano de Floreal, en una motocicleta a buscarme.

    - Cheliño, volveré pronto.

    - Llama al español de Valdevez para que avise.

     Por segunda vez Floreal me pasó en su barco angulero-vikingo. Cuando estábamos en el medio del río las dos orillas se llenaron de luces que se movían casi al compás y en todo el río sono un grito común

    ¡¡¡Corre o meixón!!!

    Fue el colofón de mi ¡VOLVER!

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