1 de out. de 2024

OPINIÓN

LOS DEJARON SIN SOL 




Manuel Vázquez de la Cruz

 Ayer Marita, mi hermana, me habló de los quesos de cabra. De que en Corea se vendían quesos de vaca de mi amigo Nino Pereira.

 Prometí traerles tres quesos para Arancha, Loli y ella, con la condición de que hagan un brindis con un vino que lleva mi nombre por detrás, que llegó de Finca Garabelos. 

 Pero que antes guarden un minuto de silencio por los más de siete mil ancianos fallecidos en las residencias de mayores de Madrid. 

 Al menos ellas y yo, los recordamos. 

 En la lembranza entró Mabel, mi amiga Mabel y retomé parte de un escrito ya publicado. Entre recuerdos y presente, volví a escribir y amplié. 

 La conocí en el Madrid de 1957 donde aún había balas incrustadas en paredes. Ella debería andar en la treintena y tenía una niña, Mabelita, de diez años. 

 Era una mujer muy guapa. Ojos verdes y tristes, cabello negro, delgada, con una figura que gustaba ver. Vestía de forma muy sencilla, conforme con los tiempos, pero con gusto. Sus ojos estaban siempre tristes. 

 Sabía muchos dichos agrícolas y ganaderos, que yo, estudiante entonces de agricultura, plagié y escribí en algunos de los trabajos que tenía que hacer. 

 Las chimeneas de las casas fertilizan los campos, me dijo un día. 

 Sonreí y no le gustó. Su cara no disimulaba nunca.

 Me explicó entonces, que ellos ponían en su pequeño huerto la remolacha de mesa donde el viento llevara el humo.  

 Muchos años después supe que el humo llevaba el azufre que las crucíferas necesitan en cantidad. 

 Otro día, era mayo y llovía, me explicó que en La Mancha decían "que llueva en mayo aunque no llueva en todo el año". No me reí. Algo ya había aprendido con aquella mujer y le tenía respeto. 

 Entonces me dijo: "además para las plantas no hay mejor agua que la que viene del cielo." Después supe que los dos dichos eran científicamente ciertos. 

 Su vida fue en algunos momentos una tragedia, pero ella sin perder nunca la mirada triste, tuvo muchos momentos de felicidad. 

 Nació en un cortijo de un pueblo de Albacete. En una de las cabañas inmundas que el patrón y dueño, desde su especie de palacio, llamaba casas. 

 Allí, entre muleros, zagales, pastores, jornaleros a destajo, gentes de buen vivir (en cuanto a honradez), pero de pasarlo mal en la vida, creció y aprendió a afrontar una difícil vida, por vivir en una difícil lucha para sobrevivir en un mundo muy hostil. 

 Su padre y su hermano murieron en un vuelco de un carro de mulas. Su madre quedó con ella y en la guerra, que allí se vivió del lado republicano, se especializó en hacer quesos en el cortijo. Esa fue la tarea que enseñó a su hija... 

 Al término del conflicto muchos hombres y mujeres escaparon. Otros, como ella y su madre, quedaron. Algunos de los que eso hicieron fueron asesinados en el mismo cortijo. 

 El padre de Pedro lo fue. El chico era un poco mayor que Mabel. 

 El dueño, que supo la especialidad que había adquirido la madre en la fabricación de quesos, la dejó seguir en su cabaña y la mínima huerta. Mabel nunca me habló del salario. 

 Cerca de las edificaciones había una encina que le llamaban de “los gallegos”. 

- No sé el porqué. Allí nos encontrábamos cuando podíamos, Pedro y yo. 

 Un día el dueño le dijo a mi madre que yo empezaba a ser una mujer muy guapa. Mi madre le puso muy mal gesto. Me lo contó y yo se lo dije a Pedro. Se enfureció mucho. Nunca me dijo lo que murmuró entre dientes pero lo adiviné. 

Y todo se precipitó.  Tenía diecisiete años y quedé embarazada. 

 Mi madre, no sé muy bien cómo, se había hecho muy amiga del cura del pueblo que quedaba como a 10 kilómetros. En una burra, en la que también llevaba los quesos, iba muchas veces a arreglarle la iglesia. 

 Pedro, fue el primero al que hablé de mi embarazo, y él y yo se lo dijimos a madre. Ella al cura para que nos casara. El sacerdote dijo que éramos muy jóvenes que tendría que hacer no sé qué cosas, que... 

Mi madre se lo pidió de rodillas. 

 Pedro como una fiera. No sé a quién le hizo más caso, pero nos casó. 

 Pocos días después mi marido se tuvo que escapar por miedo al dueño. Se unió a la partida del maquis que mandaba La Pastora. Una mujer que tenía un sexo raro, fue objeto de muchas burlas y se echó al monte, y después resultó ser un hombre. 

 Yo también huí. Me vine a Madrid. Aquí la historia fue muy larga. Vivía en una casa muy antigua donde paraban paragüeros, gitanos vendedores de ganado, prostitutas, mendigos profesionales, dueños de organillos y quinquis de adivina dónde está la bola. 

 Allí, en una pequeña cocina, hacía quesos con leche que conseguía en un establo de los que entonces había en Madrid, y requesón utilizando vinagre y zumo de limón para el cuajado. Antes tuvo que soportar lo indecible. Los días no tenían horas de descanso. Salió adelante. Sola, pegada a su niña, casi siempre con ella en brazos

 Pero un día un amigo del cura, al que venía recomendada por el de su pueblo y del que sacaba algún dinero arreglándole la casa, la acosó sexualmente, ella le hizo frente, y por odio la hirió en la cara con un corte para marcarla. 

- Yo también lo marqué con mis uñas desgastadas del trabajo. Él se asustó. Cogí a mi hija y me marché a la corrala. Allí una prostituta me curó como la mejor enfermera y me aconsejó que me fuera cuanto antes porque esos individuos ni perdonan ni olvidan.

 Mabel tuvo que huir otra vez. 

 Se fue a un pueblo cercano a Barcelona. Una vez más salió adelante. En una vieja masía, que arregló haciendo de todo, fabricó quesos y requesón. Y salió adelante. 

 Un día, a finales de los setenta, en la puerta de la casa apareció un hombre. 

"Mamá, un hombre muy mayor, pregunta por ti". 

 Mabel supo que era Pedro. 

 Muchas mujeres - como Mabel - y hombres, con trabajo ímprobo, lograron para nuestro futuro una vida mejor. Algunos quizás de su pueblo y sabios como ella, murieron en residencias creadas y pensadas para el negocio. Los negociantes ahora con todo su poder tratan de desviar su culpa. 

 Y ellos, que crearon y juzgaron quién debería morir en residencias, corren bulos y mienten. 

 Una amiga dice a mi lado, que eso no es nada. Que lo horroroso es que la muerte se haya llevado unos años antes, tiempo, meses o días, a ancianos que ya sólo querían sentir el calor del sol y el abrazo de sus hijos y amigos. 

 Esa señora meliflua, Ayuso, ese señor chillón y ridículo, como Tellado, o el cara de mármol como, su jefe, son muy mala gente porque se olvidan de los ancianos que murieron por culpa directamente de los suyos. La presidenta que aparenta ser  meliflua, creando, al parecer, formas de politiquear. Parece imposible, pero a mi, honradamente, me parece muy cortita y su jefe, por encima de la política, no me parece buena gente. 

 Yo que aún siento el calor del sol, la sombra de un “bidueiro” y el cantar de un mirlo, tengo más o menos la edad de esos ancianos muertos, o dejados morir, por una gentuza sin humanidad, al menos en ese momento. 

 Y que es también la misma gentuza que grita, miente, manipula y quiere el poder por encima de lo que sea. Incluso de dejarme a mí, y a muchos de mi edad, sin sol. Algunos es lo único que tuvieron en su vida. Otros es lo que soñamos con sentir al ser mayores. Como el señor Domínguez de mi aldea, sentado en una silla “no seu eido”, que estuvo unos días en la Argentina y nunca dejó de hablar de aquel país. 

 Otros o muchos de los que allí murieron, o dejaron morir en las putas residencias, aprovechando la luz, el aire, el agua, la madre tierra, e incluso el humo de las chimeneas, hicieron alimentos para mucha gente. 

 Pegado a mi ventana, mientras llueve fuera, los recuerdo agradecido. 

 De la tierra de Mabel pronto traeré tres quesos de cabra para Marita y mis amigas Loli y Arancha. 

 Mabel y los más de siete mil ancianos y ancianas estarán en mi recuerdo, ahora y después, cuando vuelva el sol. Y seguirán cuando se ponga. Son todos como el señor Domínguez e seu eido, pero a estos, unos canallas los dejaron sin sol.

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